Entre las clasificaciones de los sistemas constitucionales, una hace referencia a las posibilidades de modificación de dicha norma. Desde esta perspectiva se dividen en rígidos, mixtos y flexibles. En nuestro país, más allá de la hiperflexibilidad, la Constitución es el campo en disputa favorito de los políticos. Ahí se expresan batallas que serían propias del campo legislativo, es lugar para precisiones a veces innecesarias, pero también fobias, filias y prejuicios. Es una suerte de trofeo, un símbolo de la capacidad para impulsar transformaciones o cambios, pero también es una suerte de repositorio de caprichos políticos o de ocurrencias de grupo.
Por
ello no debe llamarnos a sorpresa que el PRI, cuyos senadores jugaron un papel
medular en la reforma constitucional en materia de derechos humanos, encabece
ahora los esfuerzos para reformar, en sentido opuesto, la Constitución. Apenas
en 2011, los entonces senadores Pedro Joaquín Coldwell y Jesús Murillo Karam
defendieron en tribuna y con su trabajo político la reforma al artículo 1º de
la Constitución para integrar los tratados internacionales de derechos humanos
a lo que en el derecho comparado se le llama “bloque de constitucionalidad”.
Hoy son el Senador Raúl Cervantes y el Diputado Francisco Arroyo quienes
pretenden una nueva modificación al mismo artículo. Y los cuatro pertenecen al
mismo instituto político.
Cierto,
la inconsistencia del PRI no es novedad, aunque en este caso particular puede
ser una peligrosa noticia. Veamos ¿qué se argumenta para pedir reformar
nuevamente la Constitución? Tomemos como referente la iniciativa recién
presentada por el Senador Cervantes (publicada en la Gaceta Parlamentaria del 5
de marzo de 2013). En la Exposición de Motivos se señala:
El
objetivo de la reforma es determinar con claridad el rango normativo de los
diversos ordenamientos jurídicos que conforman el marco jurídico de la nación.
Es decir, establecer con claridad que la Constitución Política de los Estados
Unidos Mexicanos es la norma suprema de nuestro país, y posicionar a su nivel a
los tratados internacionales en materia de derechos humanos en aquello que la
complementen, y dejando en segundo término al resto de los instrumentos
internacionales y en tercero, a las normas emanadas del Congreso de la Unión.
Esta
medida constituye un avance en el respeto y garantía de los derechos humanos
por parte de México, pues al clarificar la jerarquía normativa se evitan
interpretaciones que pudieran constituir obstáculos para el debido ejercicio de
los mismos.
Sobre
el particular, tres comentarios concretos.
Primero,
parece que no hay un pleno entendimiento de los alcances y las implicaciones de
la tendencia constitucional en la que la reforma de 2011 se inscribió. Si bien
la iniciativa del Senador Cervantes cita textos constitucionales de Argentina,
Perú, España y Alemania, lo cierto es que no atiende a la revisión completa de
las tradiciones constitucionales que han incorporado el llamado “Bloque de
Constitucionalidad.”
Es
decir, si bien cita a otros marcos normativos, me parece que tiene un sesgo o
al menos deja de lado otro desarrollo de derecho comparado que podría ser usado
en sentido opuesto. Un debate sobre el mismo tema podría incluir los casos de
la doctrina desarrollada por el Consejo Constitucional de la Quinta República
francesa, la expresión usada por el Tribunal Constitucional de España para
identificar dicho bloque (desde los años 80, con la Sentencia nº 66/1985 de
Tribunal Constitucional, Pleno, 23 de Mayo de 1985) o las constituciones de
Austria e Italia y la doctrina desarrollada por la Corte Constitucional de
Colombia. Incluso, el caso de la Constitución de la entonces República
Occidental de Alemania también podría ser objeto de debate.
Este
es un vicio común en las exposiciones de motivos desarrolladas por nuestros
legisladores, se acude a referentes de derecho extranjero, pero no siempre se
exploran en su totalidad.
Segundo,
no queda del todo claro qué se busca con las reformas. Todo parece indicar que
se trata de un asunto de jerarquía normativa (una visión nacionalista del
derecho) y no propiamente de un asunto de interpretación a favor de las
personas (una visión garantista). Es decir, la preocupación que se ha colocado
obedece a insistir en la necesidad de subrayar y dejar explícita la supremacía
constitucional. Desde una perspectiva práctica, me parece que eso no sólo es
cierto, está claro y una lectura (ni siquiera detenida) de la Constitución
permite identificar que esa dimensión fue intocada. De hecho, me atrevería a
decir que la precisión que se pretende incorporar (desde el prisma de la
protección) es técnicamente irrelevante.
Muchas
reformas están inspiradas más por posiciones ideológicas, o por preconcepciones
no del todo informadas, que por razones técnicas.
Por
último, considero que no existen elementos que hagan pensar que la reforma es
necesaria o siquiera pertinente. Por supuesto la facultad de cada legislador
para proponer los cambios que le parezcan necesarios es incuestionable, pero no
hay ninguna consideración fáctica, no existe un caso particular ni una
justificación práctica para impulsar un nuevo cambio a la Constitución. Tampoco
creo que exista beneficio alguno, por el contrario, creo que los textos
propuestos tienden a expresar visiones más restrictivas sobre la protección del
derecho y la aplicación de normas más favorables.
En
todo caso, abusar de la intención de reformar la Constitución es un rasgo
identitario de nuestro Congreso (y de nuestra cultura política en general).
Quisiera pensar que estos intentos de reforma son sólo eso y no más.
Miguel
Pulido Jiménez, Director Ejecutivo de Fundar, Centro de Análisis e
Investigación (http://fundar.org.mx/index.html/)
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